La miro. Anda apurada con dos o tres libros en la mano, preparándose para ir… al parque. “Vamos a subirnos al columpio, a la resbaladilla”, le digo suavemente como para intentar persuadirla de que deje los libros. Imposible. “Por eso mamá”, contesta sonriendo. Y me acuerdo de la pequeña niña Vero que con el libro en la nariz volteaba a ver a su papito mientras él mismo se aventaba por la resbaladilla.
La lectura siempre estuvo presente en mi niñez. Mamá y papá leían cuentos; el dragón, la princesa tomaban vida mientras su dulce voz leía esas historias entramadas. Mi hermano inventaba cuentos que yo con gusto escuchaba: brujas en escobas de propulsión a chorro súper modernas que daban vida a historias nunca antes pensadas. Leí desde antes de aprender a leer: mis libros me acompañaban, me acompañan a todas partes y la lectura se transformó en un juego donde aprendí tantas cosas.
Hoy la miro a ella, mi pequeña. Quisiera que tuviera más actividades deportivas, que se subiera al triciclo, que trepara, que brincara; pero no me quejo. Sonrío imaginándome a mí misma y a mi padre insistiéndome que corra, que me suba a la resbaladilla. Le sonrío orgullosa.
Desde mi embarazo le leímos un montón de cuentos, unos yo, unos su papá. Y cuando nació recibimos libros y cuentos al por mayor que hemos compartido con ella. Le leímos tanto, le leemos tanto. Observa las imágenes, mira las letras de los pequeños cuentitos que su tía Liz le regaló y como ya sabe la historia de los cuentos, hasta te invita a escuchar cómo es que ella los “lee”. Inventa, como mi hermano, y moderniza cuentos. Lo que más le gusta es decir que vivieron felices para siempre y aún cuando el cuento termina, ella puede hacer segunda o tercera parte.
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